lunes, 14 de enero de 2013

Conversaciones con David Foster Wallace, de Stephen J. Burn (editor) (parte 2 y última)



Los articulistas le llaman el genio de la autoconsciencia (me encanta el término, pienso en el relato “Una persona deprimida”) o maximalista (¿”excesivo” es una palabra negativa?) mientras las palabras “virtuosismo y brillantez” tienen tendencia a revolcarse en sus notas publicitarias y sus fans encuentran en su método regresivo un mundo saturado por la información perfectamente capturado, mientras que sus detractores reivindican una supuesta imprudencia en su trazado y lo culpan de locuacidad. Aún así su verbosidad es parte integrante de una poderosa cosmosvisión: las nuevas realidades de la hiperpublicidad mediática y la sobrecarga de información no han hecho a la gente lo que se dice más feliz.



Wallace describe la ficción como antídoto contra la soledad que te permite intimar con el mundo; y con mentes y personajes con lo que no es posible hacerlo en el mundo real. Tremendamente erudito, repasa gran parte de la literatura universal. Sus preferencias incluyen a  DeLillo, Bellow y el Updike temprano; escritores latinos como Cortázar y Manuel Puig; Mark Leyner, William T. Vollman, Jon Franzen, Susan Daitch, Amy Homes… Seguimos (léanlo sin respirar), la oración fúnebre de Sócrates, la poesía de John Donne, la poesía de Richard Crashaw, de cuando en cuando Shakespeare, aunque no muy a menudo, las cosas breves de Keats, Schopenhauer, las Meditaciones metafísicas y el Discurso del método de Descartes, los Prolegómenos a toda la metafísica futura de Kant, aunque las traducciones son todas espantosas, Las variedades de la experiencia religiosa de William James, el Tractatus de Wittgenstein, el Retrato de un artista adolescente  de Joyce, Hemingway –en particular la cuestión italiana de En nuestro tiempo, donde sencillamente dices ¡uf! –, Flannery O’Connor, Cormac McCarthy, Don DeLillo, A. S. Byatt, Cynthia Ozick –sus relatos, especialmente uno titulado “Levitación” –, alrededor del 25 por ciento de Pynchon, Donald Barthelme, en especial un relato titulado “El globo”, que es el relato que provocó que quisiera ser escritor, Tobias Wolff, lo mejor de Raymond Carver –sus cosas más famosas–, Steinbeck cuando no está dándole al tambor, el 35 por ciento de Stephen Crane, Moby Dick, El gran Gatsby. Y, Dios mío, poesía también. Probablemente Phillip Larkin más que cualquier otro, Louise Glück, Auden.


Está claro que Wallace se tomaba las respuestas en serio y que era extremadamente crítico y autocrítico (se estremece ante la insinuación de que su libro es descuidado en algún aspecto) y prefiere sus diálogos a sus descripciones. Resulta curioso cuando parte de la crítica ha alabado lo contrario acusando a sus diálogos de dogmáticos y poco realistas.


En cuanto a la relación entre el público y la literatura no quiere caer en reducciones simplistas, en “fiestas de lástima” en sus palabras: El público es estúpido (…) somos unos marginados por culpa de la televisión. Wallace no desprecia la televisión: no estoy de acuerdo con los reaccionarios que consideran la televisión como una especie de cáncer infligido sobre un pueblo inocente, que consume intelectos y compromete calificaciones de exámenes de selectividad, admite que utiliza una razonable cantidad de material pop en su ficción y muestra un gran respeto por los editores: tengo un editor que ha hecho que las últimas cuatro cosas en las que ha trabajado conmigo sean mejores.


Este es un libro que sé que voy a volver a leer y ese es el mejor piropo que se me ocurre aunque como frase final de este par de entradas me parece regulera.

lunes, 7 de enero de 2013

Conversaciones con David Foster Wallace, de Stephen J. Burn (editor) (Parte 1)


Siempre hay que saludar con alegría el nacimiento de una nueva editorial en estos tiempos sombríos (lo digo por Christian Grey) y más si las intenciones parecen tan “loables” como las de Pálido fuego (aquí una entrevista con el editor). Conversaciones con David Foster Wallace es su primera referencia y como con un pequeño esfuerzo se puede imaginar el contenido no se va a alargar más esta introducción.


El libro sirve como una biografía (He tomado algunas drogas, muchas en mi adolescencia y hubo una especie de resurgimiento después de que aceptaran mi primer libro. Y la razón principal fue que repentinamente empecé a ir a fiestas con grandes escritores, y alguno de estos grandes escritores vivían sus vidas a tope. Yo tenía veintitrés años y tenía la idea de que todo ello era como llevar chaqueta y corbata cuando eres banquero, que si eres escritor se supone que tienes que vivir de ese modo) y como análisis del autor y su obra.

Algunos artículos intentan imitar el estilo de Wallace en los títulos; otro imita las respuestas sin pregunta de Entrevistas breves con hombres repulsivos y muchos realizan un esfuerzo por situarlo dentro de la literatura estadounidense. Para algunos forma parte de la generación de la televisión, aquellos que crecieron en un medioambiente en el que la familia americana media pasa seis horas al día delante de la televisión en contraposición a la veta madre del realismo americano del tipo “barbacoa en el patio trasero y tres martinis” explotada por una generación anterior de escritores –escritores del País Updike–. Estos artículos opinan que Wallace desciende de esa rama subversiva y anárquica de la literatura norteamericana (“los hijos de Nabokov”, los llama) que se desvió del tronco principal en la década de 1960 e incluyen a Thomas Pynchon, John Barth, William Gaddis o Don DeLillo. Para otros es uno más  de “La panda de los mocosos”, escritores exitosos justo al salir de la pubertad como  Bret Easton Ellis o Jay McInerney. Con todo la mayoría lo considera “Brillante”, “Un genio” o “El escritor más divertido de su generación” y se esfuerzan por diseccionar su obra.

Se describe su prosa como Una lucha febril y joyceana con el lenguaje, una profunda penetración psicológica en estados mentales extremos, un conocimiento médico de los arcanos de la farmacología, una consciencia delicadamente afinada en maniobras elaboradas, una teorización sofisticada sobre el cine, la televisión y el video, y un extravagante sentido del humor. (Cuando el padre del personaje principal de la novela La broma infinita se suicida cociendo su cabeza en el microondas familiar, su hijo mayor entra en la casa diciendo, “Algo huele delicioso”. Siguiendo con el humor, un periodista está preguntando al escritor sobre su intencionalidad. Copio:


P: Me refiero a cuando das con algo como torres de perforación que “cabecean feladoramente”…

R: Ah, si no fuera porque eso es exactamente lo que parecen.

P: Así es exactamente como parecen, pero es lo bastante divertido como para…

R: Aunque esa fue otra gran batalla, porque originalmente escribí feláticamente, lo cual pensé que sonaba mejor y tenía un sonido más discordante, glótico y felatorio, pero luego el corrector de estilo dijo, “Esa palabra no existe, tenemos que decir feladoramente”, lo que pienso que suena como celadoramente y no me gusta, y así cuarenta y ocho horas de lucha de pulgares por esta tontería.

Las habituales notas al pie son comparadas con el hipertexto  (se hace clic en una frase/eso conduce a otro lugar relevante desde el que a continuación se volviera al texto principal) pero el escritor lo niega: Ya me han hecho esa pregunta, y me encantaba que creyeran que había alguna teoría grandiosa. A veces utilizo un ordenador para escribir cuando tengo muchas correcciones que hacer, pero no tengo módem, nunca he entrado en Internet (la entrevista está fechada en 1998). Hay un tipo en mi departamento que enseña hipertexto, pero lo cierto es que no sé nada de eso para poco después confesar que casi siempre escribo a máquina.

Y, a lo largo de estas conversaciones Wallace opina, opina, opina (mientras Murakami baila, baila, baila) y está entrada se acaba aquí aunque habrá más, habrá más, habrá más…